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CRÓNICA DE UNA INSPECCIÓN A MAGDALENA La cárcel bonaerense o cómo acercarse a la mejor definición de cruel, inhumano y degradante

Por Rocío Suárez
30 noviembre, 2013
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ANDAR en las cárceles

(Agencia) Un juez penal de La Plata dispuso que se revisen las condiciones de detención en el complejo penitenciario de Magdalena a partir de un habeas corpus presentado por la Comisión Provincial por la Memoria (CPM). La resolución dictada por el juez en lo Criminal Emir Alfredo Caputo Tártara  ordena investigar a empleados y funcionarios del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) y establece que “se impone hacer cesar las arbitrariedades emergentes del régimen al que se somete a los internos allí alojados”.

El Comité contra la Tortura de la CPM presentará el lunes un informe sobre la situación de las distintas instituciones de encierro en la provincia. Desde ANDAR acompañamos una de sus acciones de monitoreo y te contamos qué hay detrás de los muros.

El ingreso

(M. Soledad Vampa – Agencia Andar) El sol tímido de la mañana se terminaba de esconder detrás de una pared de nubes. Así el cielo parecía una continuación infinita de ese cemento gris del muro perimetral, sólo interrumpida por garitas de seguridad y alambres de púa.

UP28.

FOTO: archivo CPM

En la entrada al penal un grupo de gente esperaba con bolsos. El cansancio abría grietas en los rostros y parecía pesar en las espaldas. Era día de visita. La combi que nos trasladaba pasó sin preguntas el primer control hacia la entrada de la Unidad 28 en el complejo Magdalena; “debe haber pensado que éramos familiares”, dijo alguien. El resto se sonrió; están acostumbrados a demoras y pedidos de credenciales en cada entrada, en cada puesto, en cada cárcel que recorren como equipo de inspecciones del Comité Contra la Tortura, el área de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) que monitorea los espacios de encierro en la provincia de Buenos Aires.

En el complejo de Magdalena hay 4 cárceles: la Unidad 28, catalogada como de máxima seguridad, la 35 de régimen cerrado, la 51 que aloja mujeres y la 36 de régimen “semiabierto”, que implica que alrededor del penal no hay muro sino alambrado. Cada inspección es para el equipo un hecho político. Esta lo es particularmente porque esa misma tarde la CPM presentará un manual de monitoreo en el marco de cumplirse 8 años de la masacre de Magdalena, un incendio que dejó 33 muertos en la unidad 28, todos presos, cuando el Servicio Penitenciario los encerró en medio del fuego. El pabellón 16, donde ocurrió la masacre, sigue tal como quedó después de las llamas; una pared llena de placas con nombres frente al penal es la marca que recuerda a las víctimas de la desidia y la crueldad.

“Hay que entrar sin perder tiempo”, es una de las consignas que orienta el trabajo de las inspecciones; “nada de café con el jefe del penal ni de demoras para que no puedan esconder un pibe golpeado ni limpiar nada”, explican desde el Comité. Esta vez, las cámaras que llevamos generaron una discusión, una reunión con el encargado del penal, llamados telefónicos y finalmente una aceptación reticente a que pasemos registrando.

– Van a entrar cuando me den la orden a mí- declamó quien se había presentado como “el que está a cargo de la seguridad”.

– Entonces, pida la orden -respondieron desde el Comité.

– Acá estamos en una cárcel y los tiempos no son los de ustedes -replicó el penitenciario.

De todas formas, la puerta se abrió y empezamos a recorrer los pasillos. Afuera se escuchaban los pájaros, pero adentro los candados parecen bloquear también esos sonidos más armónicos y sólo rebotan entre las paredes el chirriar de las rejas y los golpes secos de las trabas. Mientras recorríamos largos pasillos desde los pabellones se asomaban caras curiosas tras las rejas. Caminábamos hacia el SAC, como se lo llama al sector de aislamiento, primer objetivo del monitoreo. El agente que nos indicaba el camino observó al grupo y preguntó:

– ¿De dónde vienen ustedes?

– De la Comisión por la Memoria y la PROCUVIN.

– … Ah, pensé que eran de una facultad.

Nadie respondió. En el aire, que parecía tensarse en cada paso, el eco de algunos gritos.

Los buzones, el engome

Los cables colgaban en el pasillo del pabellón

Los cables colgaban en el pasillo del pabellón

El sector de aislamiento es un pasillo ancho con unas 10 celdas a cada lado. Sobre cada una de las puertas grises hay un pequeño tanque de agua y, de pared a pared, cuelgan cables que entran a las celdas y obstruyen el paso. Un penitenciario intentó inútilmente atarlos con una hilacha de tela mugrienta que colgaba de uno de ellos. Es imposible disimular esa precariedad.

El equipo de la inspección se agrupó en pares para entrevistar a los detenidos y pidió que abrieran las celdas. Cada puerta gris es doble: hubo que abrir un chapón con pasaplatos y una reja. Cada celda es un habitáculo de 3 x 3 metros aproximadamente, húmedo y de un encierro descolorido y espeso.

Entramos y cerramos las puertas dejando detrás la presencia inquietante del guardia. En esa sombra había dos detenidos. Ahí duermen, comen, viven dos personas. La única entrada de luz del lugar es una ventana rectangular con rejas, sin vidrios, en lo alto de una pared en la que hay amurados dos camastros de hierro dispuestos en forma de cucheta. Una pileta de cemento junto a la letrina completa la escena.

Nos recibieron curiosos, algo nerviosos, con una mirada penetrante y a la vez huidiza que intentaba descifrar la situación. Nos presentamos y comentamos el modo de trabajo del Comité mientras se iba disipando esa primera tensión en el ambiente. La información que se releva en las inspecciones es confidencial: sólo se informa a los juzgados lo que los detenidos necesiten y si ellos no quieren no se realiza ninguna presentación.

Pero siempre hay algo que pedir, que contar, que descargar, porque en el encierro no queda ni un rincón donde las palabras encuentren un consuelo, un oído donde alojarse, quedan como entrampadas en ecos vacíos e interminables. Uno de los chicos se soltó y comenzó a conversar. Gonzalo hablaba y su relato encadenaba todas las miserias del sistema que él hacía carne, que marcaban su cuerpo como esos tajos que mostraban grietas de piel rosada atravesando todo su antebrazo.

– Te cortaste -interrumpió su verborragia el entrevistador.

Gonzalo apenas se miró de reojo y asintió como al pasar. Su compañero permanecía en silencio, agachado contra una pared, los ojos negros bien abiertos como si no quisiera perderse un solo detalle.

– ¿Cuándo?

– Hace unos días creo. Es que acá la única manera que un preso se puede ir de traslado es con bondi.

“Bondi” puede ser cortarse para llegar al área de sanidad y conseguir hablar por teléfono con la familia, como denunciaban los tajos en el antebrazo de Gonzalo; bondi puede ser pelearse con otro detenido por encargo del servicio para conseguir algún “beneficio” (que es en realidad un derecho vulnerado, como puede ser el traslado a otro penal para estar más cerca de la familia y recibir visitas). Bondi puede ser, también, enfrentarse a los guardias y recibir una paliza o prender fuego una frazada para obtener la atención del servicio penitenciario y conseguir un medicamento; bondi siempre es parte de lastimar o lastimarse, de la gestión de la violencia que circula y crece; bondi siempre es sumar una marca más a esos cuerpos castigados.

Y Gonzalo es un mapa. Está preso desde los 17 años y en casi 10 años conoció casi todos los penales de la provincia. “Y conducta tengo pésima: cero”. Así califica el SPB; así nunca logró ir a la escuela, ni trabajar, ni asistir a cualquier otra actividad sostenida, o que los equipos técnicos que deberían hacer un seguimiento de cada detenido realicen un informe de evaluación para su caso.

– ¿En qué penales estuviste? Gonzalo sonríe, no sabe muy bien por dónde empezar y responde:

– “Te puedo decir cuáles son los que no conozco. Nunca pasé por la Unidad 39, tampoco conozco San Martín ni las de mediana… después estuve por todos”.

En Magdalena está hace dos meses. Quiere tener su primer evaluación pero ahí también terminó en los buzones, sin sus pertenencias, encerrado 24 horas. A eso le dicen “engome”.

Su compañero observaba en silencio.

– ¿Vos, cómo terminaste acá?, le preguntó el entrevistador.

– Me quieren hacer firmar algo, pero yo no sé leer ni escribir.

Los pulmones son unos agujeros que se abren en las paredes derruidas y comunican las celdas

Los pulmones son unos agujeros que se abren en las paredes derruidas y comunican las celdas

Después de 20 minutos, fue lo primero que dijo. “No sé leer ni escribir”. Tiene veintitantos y estaba en otro pabellón, pero terminó engomado con Gonzalo porque “lastimaron a otro pibe y me tiraron la faca por el pulmón”. (Los pulmones son unos agujeros que se abren en las paredes derruidas y comunican las celdas.) En esa misma celda hay un pequeño pulmón del tamaño de un puño que deja entrar el murmullo de la conversación de los de al lado. Pero hay pulmones más grandes y así como por ahí pasaban los sonidos de una conversación o en otros puede pasar la mano que te alcanza un mate también pasan otras cosas. Como lo que le pasó a Luciano.

Pero el Servicio Penitenciario no preguntó qué pasó. Lo golpeó y lo castigó: a buzones. Ahí le dieron como opción firmar algo que no sabía que decía, pero que seguramente lo hacía culpable de algo que no había hecho.

Recorriendo el pabellón en cada celda había un Gonzalo, un Luciano. Las historias coinciden en pintar el encierro y, casi sin matices, no hay más color que el de una violencia incontenible que rebota en esas paredes y se filtra por los pulmones de celda a celda, de cuerpo a cuerpo. Tres meses encerrado ahí sin bañarse, nunca había estado detenido antes. Lo lastimaron con una punta y llegó con un parte de “autolesión” por una lesión imposible de de hacerse a sí mismo. Intentó que un guardia deje de pegarle a otro detenido, recibió a cambio gas pimienta en los ojos y “engome”. Estuvo con la ropa llena de sangre durante hace 3 días por un golpe en la cabeza, lo aislaron pero no le llevaron sus pertenencias. Tenía la boca cosida para que alguien lo escuche. Denunció una paliza: la pisada de una bota en su espalda confirmaba su testimonio. Así se ve, se escucha, se siente el dolor pegado en la piel; no hay planilla de relevamiento con casilleros suficientes para describirlo.

Comida: “incomible, estamos con mate y estas flautitas que nos dan dos por día porque lo que te traen no se puede tragar”.

Recreación: “acá nunca hay patio ni te sacan”.

Actividades: no hay posibilidad de ir a la escuela, de trabajar, de participar de cualquier tarea.

Servicios: no hay luz eléctrica, salvo para los que consiguieron que la familia les lleve una bombita que conectaron directamente a los cables pelados. No hay agua caliente.

Tratamiento: hay golpes y encierro. Mucho de eso.

Eso es lo que pasa en los 3 x 3 metros de cada celda, todos los días, las 24 horas y que nosotros interrumpimos por un rato.

Una vez que recorrimos todo el sector nos encontramos en el pasillo; el relevamiento terminaba. Mientras salíamos alguien puso música, el volumen subía al ritmo de una cumbia y había voces que cantaban de celda a celda como en un diálogo. Nos llevamos la sensación del peso denso, pegajoso, de ser testigos de una humanidad que no es capaz de ver al otro. Igual algunos cantaban. Tal vez eso que había pasado podía ser para ellos un recreo. Y nosotros, casi sin instrumentos ante una maquinaria que escupe violencia, nos fuimos por el pasillo. Nosotros salíamos y los pibes aún cantaban.

 

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